A un costado del puente había un pequeño parque infantil,
anegado en la crecida del rio, y del cual únicamente quedaban unos hierros
retorcidos y oxidados, que empujados en ocasiones por el viento, procuraban un
sonido quejoso, como el de los pretéritos espíritus que habían jugueteado entre
ellos. Semejaban los hierros, las ramas de un árbol fantasmal, que buscando con
sus puntas los cielos de tormenta, parecían los dedos de la naturaleza que
buscaban unir tierra y cielo.
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